Muchos dirán que es una pregunta que
se haría alguien que bebe en exceso. Sin embargo no es así. El vino
es parte de nuestras vidas y más allá de que nos guste o no, de que
lo hayamos probado o no, es imposible negar su existencia. ¿Quien no
recuerda a su abuelo, al querido abuelo tomando su vasito de vino?.
Con soda o no, agregándole algún trozo de durazno para la
“sangría”, o bien solo. El vino ya formaba de esta manera parte
de nuestras imágenes desde chicos. Tampoco nos olvidaremos de esa
botella que debíamos correr para ver la televisión o para que nos
viera el que se sentaba delante nuestro en la mesa. Alguna vez nos
hemos animado a olerla para ir descubriendo esa bebida que tomaba
nuestro padre en sus comidas y que a nosotros nos repugnaba su olor
cuando eramos chicos y le teníamos desconfianza a ese color rojo o
violeta oscuro. Claro que con el tiempo entendimos porque los adultos
se veían atraídos por esa bebida.
Una vez que crecimos comenzamos a
tomarle el gustito. Comenzamos a darnos cuenta que el vino era otro
gusto que nos dábamos, que permitía acompañar nuestras comidas.
Además se hacía presente en las reuniones con amigos, nos ayudaba a
“romper el hielo” en una cita romántica y hasta nos permitía
agasajar a alguien querido o quedar bien con alguno que nos hubiera
hecho un favor, con el simple hecho de regalarle una botella de vino.
En fin, sin el vino no tendríamos esos
gratos recuerdos de las mesas familiares “perfumadas” con ese
aroma que hoy disfrutamos. Tampoco tendríamos a ese fiel testigo de
las “juntadas” con amigos. Además se perdería la “pasión”
del brindis con la chica de nuestra cita. Por esto y muchas cosas más
el vino, en su justa medida, es importante. Sin el vino, nuestra vida
sería vida, nosotros seríamos nosotros; pero algo faltaría.
Por Bruno Zani
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